Hace casi dos décadas, Carlos Monsiváis (1938-2010), escribió este texto sobre diversidad y multiculturalismo, publicado en Letra Internacional, Núm. 73, por el año 2001. Con la agudeza y el humor que lo caracterizaban y el ejercicio de un pensamiento crítico persistente, estas reflexiones que surgen como una de las tantas que Monsiváis fue realizando a lo largo de un extenso trabajo intelectual, las replicamos para ponerlas en relación con nuestra situación actual y como ejercicio de análisis sobre las tendencias homogeneizantes que se dan en cada dominio... más allá de lo que hoy en el contexto venezolano y por las experiencias que hemos tenido precisamente en lo que va del siglo XXI entendamos por derecha e izquierda o entendíamos por ellas...
En un mundo
cultural regido por la globalización, y desequilibrado por la versión
monopólica (norteamericana) de la globalización, es extraordinaria la suerte de
algunos términos. Aparecen por decisión de un sector académico, de los medios
informativos, de los movimientos sociales, de dos o tres libros calificados al
instante de “fundamentales”, y se instalan con la suerte capaz de modificar
realidades sociales.
Pienso en género, desde luego, y también en sexismo, gay, postmoderno y multiculturalismo. Una definición
rápida y obvia de multiculturalismo “la coexistencia híbrida de sectores y
situaciones culturalmente distintos y opuestos” no ofrecía dificultades en la
realidad globalizada y navegada por Internet. Sin embargo, y como todo lo
impulsado recientemente por la industria académica norteamericana, el término
multiculturalismo se presta a batallas ideológicas de apropiación, ideologización,
desideologización, y uso indiscriminado.
A esto, que
podría ser un ejercicio de retórica cubicular, le prestan una luz trágica en
Europa los hechos de los Balcanes, la empresa monstruosa de “limpieza étnica” y
el desastre de la coexistencia pacífica multicultural que debió suceder al
régimen de socialismo real, y en América Latina la incapacidad orgánica de los gobiernos
neoliberales de aceptar en condiciones de igualdad a las minorías indígenas.
También, y son el énfasis de los ejemplos anteriores, el término y sus
equivalentes se enfrentan a rechazos persistentes. Así la derecha
latinoamericana no acepta forma alguna de multiculturalismo porque, niega la
identidad de cada uno de los pueblos, que para ser efectiva no admite
variantes. Milosevic, de seguro, no escuchó jamás la palabra “multiculturalismo”,
pero él y los generales serbios fueron críticos beligerantes de su contenido,
al igual que los fundamentalistas árabes, los tradicionalistas de la especie
representada por Pro-Vida, los nacionalistas que optan por el terrorismo, los
fanáticos del modelo único.
Si el clima de la
intolerancia homicida es a contrario sensu el gran alegato a favor del
multiculturalismo, esto no elimina la crítica al concepto, y a su uso por las
corporaciones y las agencias gubernamentales. Para empezar, lo ya señalado por
varios analistas: no queda claro si el énfasis multicultural en la educación dará
como resultado una sociedad más democrática, o una con habilidades
administrativas mas sutiles. Como señala el Grupo de Estudios Culturales de
Chicago, el multiculturalismo ha probado ser lo suficientemente fluido en su
descripción de muy diferentes estilos de relaciones culturales, y el
multiculturalismo corporativo ha demostrado que el concepto no requiere de un
contenido crítico. A eso se le llama “el efecto Benetton”, en alusión de los
anuncios de la integración aparente que se da en el vacío de la publicidad. ¿Qué
es “Colores Unidos de Benetton”, sin el aprovechamiento de la diversidad en la
celebración del producto? ¿La fotografía del enfermo de sida que agoniza entre
sus familiares es un llamado a la tolerancia y la solidaridad, o una escena a
beneficio del amarillismo que se asusta de su “amplitud de criterio”?
En Norteamérica
la prensa derechista ataca con rencor presumiblemente racista el término, pero
la crítica de izquierda suele cuestionarlo severamente por varias razones: la
debilidad de su retórica; una confianza excesiva en la eficacia de la teoría;
un falso voluntarismo a propósito del compromiso político; la tendencia de limitar
los campos de crítica a una muestra estandarizada de identidades minoritarias (de
clase, raza y género); y un olvido del funcionamiento real de esos términos en
el Tercer Mundo. Estas objeciones suelen provenir de intelectuales de
izquierda, vinculados al posmarxismo (no me pidan que defina nada de lo que es
post, para que no me sienta pre). De acuerdo con el ensayista eslovenio Slavoj Žižek, se vive una
realidad mundial marcada por la “autocolonización”, que podría inscribirse del
siguiente modo: debido al funcionamiento multinacional del capital, desaparece
la oposición estándar entre metrópolis y países colonizados. La empresa global
se desatiende del cordón umbilical que la une a su nación madre a la que trata
como territorio de conquista. ¿Qué sucede con el multiculturalismo? Me atengo
al caso de México, ni igual ni semejante ni distinto al de otros países
latinoamericanos.
En
México se vivió durante las primeras siete décadas del siglo la ilusión de la
homogeneidad. El país, según se afirmaba, era el resultado de la unidad
nacional. Una fe: el catolicismo. Una raza: el mestizaje, llamada pomposamente
por José Vasconcelos “la Raza Cósmica”. Un género dominante: el masculino al
punto de que sólo en 1955 ejercen por primera vez el voto las mujeres. (Todavía
hoy, no hay una sola mujer gobernadora o rectora de universidad o candidata a
la Presidencia). Un partido político: el Revolucionario Institucional. Una
pigmentación reconocida como la propia de las multitudes: la morena, la Raza de
Bronce (las élites intentan blanquearse pero no lo proclaman). Un régimen en la
casa: el patriarcado. Un feudo que maneja la censura y la vida social: el de la
moral y las buenas costumbres, signifiquen lo que signifiquen. Un método para
prender lo que es lo masculino y lo femenino: el machismo. Apenas en 1960 algo
empieza a cambiar en la sociedad que no se admite racista pero que lo es
profundamente. Se inaugura el Museo Nacional de Antropología y se extiende el
orgullo por el pasado prehispánico. Una cosa por otra: si los indios de hoy son
invisibles, el pasado indígena deslumbra. Y luego, en 1982, en la campaña de la
Madrid a la Presidencia de la República, se habla por primera vez del país plural. El lugar común de la
retórica periodística se vuelve tangible gracias a la política. Octavio Paz ya
nombró a su revista Plural, pero todavía
en los 80 la expresión es infrecuente: ¿qué significa ser plural? Pesa todavía el
fantasma de la Esencial Nacional, de la Mexicanidad que, como se sabe, es enemiga
de lo diverso, y por lo demás, la Mexicanidad no está sola, la acompañan la
Peruanidad, la Argentinidad, la Cubanía, la Colombianidad.
Lo
múltiple, en América Latina, se opone a lo Uno y lo Único, los rasgos de la
nación. Y esto se profundiza en los países con fuerte componente indígena. Al mito
del mestizaje lo maneja el racismo. El Otro no existe, lo que hay, incluso
según la izquierda, es la obtención de derechos para los Mismos. Esto es
notorio en el caso de las minorías, consideradas así en lo tocante a ejercicio
de sus derechos. Todavía en la década de 1970, la izquierda política
latinoamericana no admite a bien el feminismo. (La izquierda social comienza a
entenderlo, pero entonces sus medios expresivos son débiles). “Distrae la
atención de la lucha principal, se dice, ya todo se arreglará al triunfo de
nuestra causa” (ya entonces hablar del “triunfo del socialismo” parece asunto
de humor negro). Pero la persistencia y las razones del feminismo se van
imponiendo, y el conjunto de ideas, revisiones históricas y prácticas
concentradas en el término Género,
aclaran la presencia de una Otredad muy concreta. También, un fenómeno
ancestral se revisa a la luz de los nuevos criterios: la migración. Cada año,
viajan a Estados Unidos para trabajar ilegalmente millones de mexicanos,
guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, dominicanos, ecuatorianos. Allí
enfrentan la discriminación y, en número creciente de casos, la violencia
física y el asesinato, como ocurre en el año 2000 en Arizona con las cacerías
de mexicanos. Son lo Otro que sin embargo creen ganar con el cambio, y son
quienes, al volver a sus comunidades, introducen con energía costumbres,
hábitos culturales, actitudes recibidas de modo sucesivo con rechazo, extrañeza
y aceptación rendida.
Lo
que el multiculturalismo nombra se transparenta gracias a las migraciones. La opresión
a nombre de la Esencial Nacional y de la singularidad pospone el debate (y
niega la necesidad de las luchas específicas) en torno de un punto clave del
multiculturalismo: la política del reconocimiento. O lo pospone o, incluso
hasta hoy en los medios académicos de América Latina, para no hablar de los
periodísticos, lo vuelvo superfluo. ¿Qué caso tienen las demandas de
reconocimiento del valor de las minorías (indios, mujeres, entendidas como
minoría, protestantes, paraprotestantes, gays). Es tan grave esta “ceguera ante
la diferencia”, que a los pobres, porque lo son, se les niegan en la práctica derechos
básicos y no sólo en lo concerniente a la distribución del ingreso. “En la
pobreza no hay democracia”, insiste el presidente Carlos Salinas de Gortari, lo
que es tanto como afirmar “En la pobreza no hay cultura ni derecho a escoger,
ni alternativas al determinismo. En la pobreza sólo hay pobres consagrados a
encontrar natural la anulación de sí mismos”. Y el presidente Ernesto Zedillo
complementa: “Los pobres no votan”. Al apotegma, “En la pobreza no hay
democracia”, el escritor Saul Bellow le añade un comentario sarcástico: “Cuando
los zulúes produzcan un Tolstoi, lo leeremos? Pudo haber dicho, como tantos
mexicanos, cuando los zapotecas, los mixtecas o los tzeltales produzcan un
Rubén Darío, ya nos enteraremos por la prensa.
La
ceguera ante la diferencia extrema su arrogancia, su no advertir lo obvio:
todas las sociedades se vuelven multiculturales en extremo, y esto no se
contradice con la tendencia inexorable a la homogeneidad producto de la
influencia de los medios electrónicos y el uso unificado del tiempo libre. En
México, y en diversos países de América Latina, el debate actual sobre
identidad, marginación, tolerancia, derechos de minorías, reconocimiento del
Otro, etcétera, no lleva el nombre de multiculturalismo sino, por razones de
desarrollo y de prácticas de inclusión, el de diversidad. La lucha por la diversidad es la versión más polémica
y viva del multiculturalismo, en un país de mayoría mestiza y profundas raíces
indígenas, en donde nunca se habla la tesis del melting pot, la mítica
fusión de razas que en Estados Unidos le da fuerza a la moda y las realidades
del multiculturalismo. Pero en una sociedad sujeta por tanto tiempo a la
ficción de la unidad absoluta el término a invocar no es multiculturalismo sino
diversidad. No es tanto el cúmulo de culturas que coinciden en el mismo espacio
geográfico y se distribuyen inequitativamente los recursos, como el derecho al
uso de las alternativas. Lo anterior vuelve comprensible la insistencia en la
inclusión. Si la realidad histórica describe un país de excluidos donde
fracasan reiteradamente los movimientos para disminuir o desaparecer la marginalidad,
la demanda de la diversidad es lo más urgente en lo político, lo cultural, lo
sexual, lo social, lo religioso. La derecha habla de derechos para todos
esperando a cambiar la resignación de la mayoría de los excluidos de estos
derechos y de una movilidad social ya no operante. (El que quiera triunfar en
la vida deberá asegurarse de que sus abuelos ya lo han hecho). Y la derecha más
febril se opone al reconocimiento de otros credos, otras formas de vida, otras
prácticas comunitarias, otros aspectos.
Si
algo se ha combatido en México es la diversidad.
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